El secreto de la alcaldesa

En julio pasado, en una exaltación del esperpento como hacía años que no se veía en la ciudad, la alcaldesa de Santander contó sin rubor alguno que el programa de fiestas de la Semana Grande era secreto, que así se evitaban el efecto llamada y las aglomeraciones de gente, y con ello, la expansión del coronavirus. Empecinada en mantener unas celebraciones que llevaban meses suspendiéndose en toda España, puso en valor la necesidad de los artistas de trabajar y ganar dinero, de la gente de divertirse después del encierro del estado de alarma, y de que la ciudad se llenara de alegría y entusiasmo. Y al acabar se tumbó a descansar.

Gema Igual, la sucesora en cutre de Iñigo de la Serna, que también lo fue en cutre de Gonzalo Piñeiro, es una alcaldesa voluntariosa que se ocupa de todas las cosas que puede. Y eso es un problema, porque a las pequeñas les da soluciones pequeñas, que hacen el apaño, pero a las grandes, también les da soluciones pequeñas, y eso ya no resuelve tanto, ni mucho menos. Dice mi madre, que es muy de pasear por Santander con sus nietos o con su amiga Josefina, que la suele ver en muchos sitios. Es verdad, yo la veo publicitada en la prensa y en el autobombo que se da en sus redes sociales. Pero la sobreexposición no debe confundirse con la eficacia. Solamente es el fermento de la costumbre, como cuando yo salgo los domingos al rastro, que ni tiene interés ni de ello resultan ni mérito ni resultados, más allá del de pasar el rato.

Santander languidece por los cuatro costados. No es demérito suyo, sino de su partido, que también es culpable de llevar unas cuantas legislaturas sin colocar alcaldes con suficientes dedos de frente, ni mucho menos. El concepto de ciudad de Gema Igual es cortoplacista y reducido, como de pueblo, sin más ambición que la de sobrevivir, y sus capacidades para gobernar una capital de comunidad autónoma de 175.000 habitantes igual de limitadas. Ahí están sus disquisiciones estos días con la no Cabalgata de Reyes, esa que ella y sus lumbreras, en otro ejemplo más de extravagancia intelectual, habían diseñado de 50 kilómetros cuando Sanidad recomendaba que fueran estáticas. La mujer lleva días preguntándose qué hacer con los Magos, y seguro que lo hace en serio y con profundidad, porque ella es así.

Tampoco le ayuda estar rodeada de una corte de pelotas e incapaces tan larga como el invierno que asola la ciudad. Alguno hay que se cree que vale, y que se empeña en hacerlo parecer, pero que da lo justo, que es tan escaso como lo que ella saca de rédito de esos empeños. A veces pasa que cuando el que manda es consciente de lo poco que vale se rodea de dos o tres espabilados que le den color a su gestión. Aquí no hay caso. La alcaldesa Igual tiene un equipo de gobierno en blanco y negro, tirando a sepia, al unísono de los resultados de lo que hacen y de lo que pueden hacer con sus aptitudes, todas ellas en la frontera de lo suficiente.

A pesar de lo que pueda parecer, no todo el mundo vale para estar en según qué descansillos en la escalera de la política. Es verdad que los partidos llevan lustros tratando de demostrarnos lo contrario, colocando a cualquier gañán con amistades o al que le deben un favor de concejal, de diputado y hasta de ministro, pero la realidad, que es tozuda, pone de manifiesto que eso siempre es un desastre para la gestión de lo público, una desgracia para la ciudadanía y el ridículo para las instituciones. La espiral de colocar inútiles en la primera fila se ha convertido en norma, y así nos pinta el pelo.

 

Rebrotes

Juventud, divino tesoro. O no, que también. Ser joven hoy, con la que está cayendo y a la vista de los charcos, no es sinónimo de ser responsable. Ni de tener miras en el futuro. Aunque tampoco estoy seguro de que lo haya sido nunca. Eso de la juventud preparada, la juventud solidaria, la juventud estupenda, me quiere sonar a discurso endogámico que se usa para marcar diferencias entre generaciones. Encumbrar con las tripas y el corazón en un puño nunca ha sido algo que salga bien. Los jóvenes se mueven a golpe de hormonas, ignorancia y chulería torera, mucha chulería torera. Y no le tienen miedo al futuro porque se creen a pies juntillas que saben cómo afrontarlo mejor que todos los anteriores que del mundo han sido. Por eso salen con las mascarilla en la garganta aunque sea obligatorio llevarla sobre la boca, que eso es lo de menos. Por eso se juntan en manadas sin más frontera que la madrugada. Por eso pasan de todo, y de todos, incluidos los suyos incluso cuando son vulnerables. Total, dicen que si se contagian, del coronavirus por ejemplo, ellos son jóvenes, que ese es su baldón, y arreando. Como si no tuvieran abuelas, ni padres, ni hermanos, ni vecinos con abuelas y padres y hermanos. No hay más dedos de frente, ni más inteligencia.

Por la noche, todos los gatos son pardos. Y muchos, también lo son por la mañana y por la tarde, en rejuntes de mesas de terraza para 25. Cuando abrieron toriles al acabar el estado de alarma, los bares fueron lo primero que se fue llenado al ritmo del crecimiento del aforo disponible. Y después las discotecas, con sus pistas de baile convertidas en terrazas que en muchos locales siguen siendo pistas de baile. Los rebrotes de la desgracia han llegado de la mano de las reuniones familiares, y del ocio. Del nocturno, porque todo el monte es orégano y lo de la reducir clientes y mantenerlos separados, pío pío. Y del diurno, porque mejor 30, que 20, y 20 que 10, desde luego. Los obreros de las cervezas, el vermut y las copas dicen que les dejen a ellos, que ellos saben, que ellos controlan. Y que cerrando a la 1 y media con la mitad de carteras para hacer caja, no llegan a mañana. Eso, o que les subvencionen las consecuencias de un mal de todos, que es tan español como salir de farra a darlo todo como si no hubiera un mañana. Las cabezas a remojo de alcohol dan para tanto como las de los jóvenes gastando salud a riesgo y ventura de los de alrededor.

La familia es tan extensa como uno quiera. Los americanos las estilan cortas y de verse por acción de gracias. En España la hacemos crecer a golpe de taburetes en la mesa, y de kilos de arroz, salchichas choriceras y tinto de verano en verano, y tinto a secas en invierno. Los tres meses en chiqueros han sido un tiempo muy largo para los amores fraternales, y antes de que el calor los reseque, y aunque no parece conveniente con el virus de acampada permanente, los cuñaos se han lanzado a largas sesiones de chistes, las madres a largas sesiones de arrumacos a hijos y nietos, y los nietos a largas sesiones de aburrimiento. En el salón de casa, en las mesas del jardín, o en restaurantes con aforo asimétrico, que los límites, ya si eso, mañana. Felicidad a espuertas, qué recuerdos los de los días de tablet y videollamadas, y eso de que la separación ha unido más. Hasta que se acabe el verano, claro, que las familias se llevan bien diez minutos, hasta que toca escoger quién es más listo, trabaja más, lo gana mejor o quiere más a su madre. Que a estas alturas de este año mutilado no son ninguno, porque juntarse muchos de varias casas es tan hacer el imbécil como salir al calimocho el sábado en un parque, tirarse al dancing como en enero, o ponerse la mascarilla a ratos, que menudo coñazo. La condición humana es humana pocas veces…

REFLEXIONANDO

La pandemia nos ha hecho más viejos, y peores personas, pero sobre esto ya he escrito. El caso es que cuando veo fotos de la gente (al natural se nota menos), tengo la sensación de que los últimos meses les han pasado por encima como si hubieran sido años. Están todos más gordos, y también más arrugados. Lo primero es cosa del encierro, de la nevera llena y del aburrimiento que ha empujado a tantos a los bizcochos caseros y la mousse de chocolate. Lo de la vejez me cuesta más entenderlo, aunque seguro que los ertes, la falta de ingresos, las hipotecas y los alquileres, y los niños y las suegras han tenido mucho de culpa, o toda. El gimnasio ni estira la piel ni sube la papada, y tampoco el sol reduce las arrugas de la cara ni frena la calvicie. El estrago que ha provocado en los cuerpos el confinamiento es la primera desgracia de la entrada en la nueva normalidad.

De todos modos, probablemente nos sobrará tiempo para mejorar, o para no empeorar las cosas aún más, aunque todo es posible. La gente se ha lanzado calle abajo a velocidad de vértigo para volver a lo de antes, aunque dándose hidrogel en las manos y con la mascarilla protegiendo los codos. O sea, la ruta más directa para otra ola de contagios a destajo, quizá esta vez sin colapsar las urgencias ni superar las plazas de UCI, pero provocando encierros y nuevas cuarentenas, que son precisamente las que arrugan y engordan. La inconsciencia es el trágico resultado de la debilidad de la memoria, y un poco de la imbecilidad humana, esa llamativa tendencia a que ande yo caliente, ríase la gente, que con esto del coronavirus es tanto como decir que la infección es cosa de otros porque a nosotros no nos ha caído cerca. Los muertos se convierten en cifras y gráficos y curvas, y el contagio en un asunto de residencias y fábricas de embutido. Así se llenan parques, y entradas a los centros comerciales, y terrazas, y tiendas de ropa, y bares nocturnos. Y a la vuelta de la esquina, los centros de salud y las urgencias de los hospitales, pero para cuando eso llegue, que me quiten lo bailao.

Durante semanas, las mascarillas han sido el cha-cha-chá sanitario, a ratos que sí, y a ratos que no. Cuando el pánico inducido por las ruedas de prensa de la autoridad al mando me empujó a comprarlas, en la farmacia me vendieron 4, a precio de salmón. Ahora, los chinos las tienen de colores, con dibujos, a la moda, y en cualquier costurera las puedes encontrar hechas a mano, con bolsillo para filtro, y según quien las haya cosido, también a coste de oro. En general, llevar en los morros un trozo de tela a la última para reivindicar estilo, sentido del humor o ideología, es tan fácil como dejarse caer por un todocien del barrio. Pero hasta eso cuesta cuando el toro parece que ya ha pasado. La cantidad de cretinos que han entrado en la vieja normalidad cuando se han abierto las puertas de la nueva crece cada día, tanto como las posibilidades de que el virus vuelva bailando la conga antes de haya vacuna y tratamiento. La raza humana tiene una capacidad increíble para saltar al vacío y con los ojos cerrados en cualquier pozo de autodestrucción que se le ponga por delante, y lo hace sin más miramientos que la pose para un par de fotos para las redes sociales mientras se deja de hacer pie.

Y he aquí que así, inasequibles al desaliento, vamos escribiendo la historia de este año malhadado. Y la del siglo. Con el desastre de los miles de muertos como recordatorio de un drama que a muchos se les ha olvidado al tiempo de poder coger el coche y marcharse a la playa a echar unos días. O al de salir a celebrar no sé bien qué en mesas de 15 en una acera con bien de cerveza y de gintonics después de comer. Somos el absurdo mamífero que más fácilmente olvida la desgracia, porque a veces ni instinto de supervivencia tenemos. Por eso nos juntamos por decenas sin respetar la distancia ni usando mascarilla. Porque somos más chulos que un ocho y esto del virus jiji-jaja.

Opiniones libres